viernes. 19.04.2024

Han pasado 17 días desde que nos dejara Jesús Cuesta Arana, escultor, pintor, escritor y amigo. Una figura irremplazable en su tierra, un apasionado de la tauromaquia y uno de los mayores sinónimos de artista que haya podido conocer. Ya hace mucho de aquel primer encuentro. “Quiero ser torero” me decía siendo un simple “maletilla”. Pero él en el fondo de su corazón, y yo en el brillo de sus ojos, sabía que no era su camino. Dios le había dado otro talento para emocionar: el dominio más absoluto de las bellas artes. Y ahí encontró su verdadero ser. Ahí encontramos su leyenda.

Dos semanas después de enfrentarnos a la triste noticia levanto la pluma como si fuera una copa de fino para encarar el brindis que no pude hacerle y siempre se mereció. Jesús se va dejando una huella imborrable, tanto artística como emocionalmente.

Pocas veces me pongo nervioso, y he de reconocer que mientras escribo estos párrafos me tiemblan los dedos. Pero no me avergüenzo de ello. Es más, lo encuentro algo lógico. Hablar de Jesús no es cualquier cosa. Al igual que hablar de su obra tampoco.

Para moldear lo que ha hecho a lo largo de toda su carrera hay que sentir. Con el corazón, con el alma, disfrutando, despacio. Exactamente como se torea. Recibiendo sin miedo cada reto, celebrando cada triunfo como si fuera el último y sin dejar de aprender.

Ahora estará en plenitud, disfrutando y aprendiendo con Belmonte y todos los referentes que pasaron por su vida. Gozando de un camino que le ha convertido en algo más que un ser humano. Y los afortunados que dentro de muchos años sigan asombrándose con lo que hizo estarán de acuerdo conmigo. Por mucho que la muerte se empeñe en decir lo contrario: Jesús no se ha ido.

Porque los artistas más grandes, los monumentales, como él, viven para siempre.


Por Luis Parra Jerezano, Torero

Último brindis para un artista monumental